Democracia, cruda y efímera
Ximena Peredo

Mientras algunos creen que aún existen dispositivos políticos para salvarnos de la barbarie, otros ven en estos dispositivos la barbarie.

Mientras algunos aseguran, y ésta es la apuesta oficial, que los Gobiernos pueden innovar, para otros es imposible esperar soluciones de la misma red de relaciones criminales que malhirieron al País.

Desorientado en el momento político, ayer Enrique Peña Nieto no salió a defender a las personas, sino a su Gobierno, y lo hizo mal.

La mejor defensa hubiera sido demostrar que entiende la dimensión del fracaso histórico de un sistema económico que tiene agotado a un pueblo y de un sistema policial que ha quebrado el contrato social. Sin embargo, apostó a una retórica legalista, neoliberal y policial.

Anunciar que próximamente tendrá la facultad de desaparecer Policías municipales y Gobiernos locales es una respuesta totalitarista a una crisis de Estado.

Todos los demás puntos no fueron más que metafísica legislativa chata. El colmo fue ponderar el número único de emergencia como si éste, mágicamente, nos enlazara con un Estado de derecho.

Peña Nieto nunca podrá expresar soluciones que no puede pensar. Su máxima preocupación como Jefe de Estado es preservarse a sí mismo. No puede idear soluciones fuera del circuito del poder establecido, pues él mismo es una de sus creaturas. Su figura fortalece la certeza del agotamiento de un sistema que ya probó su peligrosidad.

El sujeto político del siglo 20 creyó que había de construirse un Estado Todopoderoso y se acomodó bajo su bota. Izquierdas y derechas cayeron en el mismo contrasentido de jurar lealtad a una figura monstruosa: desde el "Patria o Muerte" hasta el nazismo. Ahora sabemos que nos encerramos con un psicópata armado al que elegimos democráticamente.

El filósofo italiano Giorgio Agamben ha clarificado este histórico error señalando que el Estado moderno no es más que una guerra civil legal que se sostiene por la facultad concedida a una élite por la "vía del derecho" de sacrificar vidas, de suspender el orden legal -y de definirlo.

En México, la situación es todavía más absurda, pues el Estado se sostiene por su propia capacidad para garantizar condiciones insoportables. Es un Estado de excepción naturalizado; una suspensión de garantías desde el nacimiento.

Finalmente, la principal función del Estado hoy es autorizar a ciertas delincuencias frente a otras.

Nuestro País ejemplifica el colapso del contrasentido señalado por Agamben. Hace dos meses, 43 jóvenes normalistas fueron devorados por el Estado.

Desde entonces han salido de la tierra testimonios igualmente aterradores de miles de familias que buscan a sus hijos en silencio, presas de pavor. Hoy se sabe de decenas más en Cocula.

Ayotzinapa levantó las cenizas de miles de muertos sin nombre. Lo que se reveló ante nuestros ojos nos llevó a un camino sin retorno.

La exigencia popular por la renuncia de Peña Nieto va a convertirse en la primera fuerza política del País, pues contiene al repertorio más amplio de discursos de protesta del México moderno.

Están, claro, quienes esperan "que se quite él para poner a mi gallo", pero también quienes exigen su renuncia porque su presencia simboliza la permanencia de un sistema fracasado y porque su Gobierno estorba para pensar en lo que sigue. Esta última, a mi parecer, es la más fecunda de la insurrecciones mentales porque huye del engaño de las certezas, de los consensos y de las verdades dadas.

Por paradójico que parezca, hace tiempo no se respiraban estos aires democráticos en el País.

La información que hoy circula con una liquidez inédita, la construcción colectiva de nuevas lógicas, la empatía con el sufrimiento ajeno, la toma de los espacios públicos para llenarlos de otros significados políticos es democracia cruda y efímera, y quizá es la única realmente existente.

 

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