OPINIÓN

¡Fuera de aquí!

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN EL NORTE

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Ya estaba promulgada la nueva Constitución de México, la de 1857. Don Valentín Gómez Farías, adalid el mayor del partido liberal, había recibido como un regalo de los constituyentes la pluma de oro macizo con que se firmó el nuevo código político, lo mismo que un curioso ejemplar de "La Ilíada" publicado en una edición en miniatura que hacía requerir una lupa para poder leerlo. Se había celebrado en el pintoresco pueblito de Mixcoac una comida campestre con asistencia de más de sesenta de los noventa y cinco diputados que juraron la Carta Magna. Estaba cumplida, dijo un periódico liberal, "la primera y más sagrada de las promesas del Plan de Ayutla...".

Llegaron los días de la Cuaresma. En aquellos años en que no existía aun la clara separación entre la Iglesia y el Estado regía una costumbre: la autoridad civil, en este caso el presidente de la República, recibía de manos del arzobispo de la ciudad de México la llave del sagrario donde se guardaban las hostias, la conservaba en su poder y la devolvía el Sábado de Gloria. Tal práctica era una demostración del patronato que el gobierno ejercía como protector de la Iglesia, herencia de aquel Patronato Real que hubo en tiempos de la Colonia.

En 1857, sin embargo, no estaba el horno para bollos, y menos para patronatos. Las relaciones entre la Iglesia y el Estado se encontraban en el peor momento de la historia. Jamás, a pesar de las muchas pugnas que se suscitaron entre una y el otro a lo largo de los años, habían llegado las cosas a tal extremo. Las leyes Lerdo y Juárez, las adjudicaciones de bienes de la Iglesia y -sobre todo- la promulgación en febrero de la Constitución, enfrentaron al clero y al gobierno en modo acérrimo que eran como dos fieras listas a lanzarse una sobre la otra a la menor provocación.

Don Ignacio Comonfort, sabedor de que se podía hacer objeto de un desacato a su investidura de presidente de la República, no quiso exponerse a tal desaire. Nombró en su lugar a Juan José Baz, gobernador del Distrito Federal, para que lo representara en aquella ceremonia de recibir la llave del Sagrario. Esté señor don Juan José era de Jalisco, y profesaba ideas ultraliberales. Pese a que estudió en el Seminario Conciliar de México -o quizá por eso- no podía ver a los curas ni pintados. En 1846 don Valentín Gómez Farías emitió un decreto en el que imponía a la Iglesia una contribución de 20 millones de pesos para la defensa contra la invasión de los americanos. Las autoridades del Distrito Federal se negaron a firmar el decreto del Congreso por temor a la reacción del clero. Sin la firma de la autoridad local el decreto no se podía aplicar. Una tarde estaban Gómez Farías y don Guillermo Prieto conversando acerca del problema en un balcón del Palacio Nacional. Por el Zócalo iba atravesando un hombre a caballo.

-¿Ve usted a ese muchacho? -pregunto Prieto a Farías.

-Sí lo veo -respondió don Valentín.

-Pues ése será el que publique sin hacerle ningún cambio el bando de manos muertas, y nada lo hará dejar de aplicarlo.

Hizo llamar Gómez Farías al hombre que pasaba y le ofreció en ese mismo momento el gobierno del Distrito Federal. Baz lo aceptó y, en efecto, firmó el tal decreto y lo aplicó.