La Ciudad entre versos
Daniel de la Fuente
Monterrey, México (20 septiembre 2015) .-00:00 hrs
No han sido pocos los poetas que han escrito sobre Monterrey. Lo mismo eran de aquí, pasaron por la Ciudad o llegaron para residir por algún tiempo, pero todos los que tomaron a la capital nuevoleonesa como tema o escenario para un poema lo hicieron admirados por su historia, su sol, sus montañas y por su cielo.
Hace 20 años y en vísperas del aniversario 400 de la fundación de Monterrey, el Cronista Israel Cavazos publicó "Monterrey en la poesía", donde reunió 50 poemas dedicados a la Ciudad. El volumen, publicado en 1995 por el Ayuntamiento de Monterrey, abre con "Triste y dolorido romance de Monterrey", de Guillermo Prieto, en que el autor del célebre "¡Alto, los valientes no asesinan!" hace una recreación de la invasión estadounidense a la ciudad: "Hermosa Monterrey, de las montañas / Reina y de los misántropos desiertos, / Se acerca tu espantoso sacrificio, / A la fatalidad inclina el cuello".
Juan de Dios Peza, amigo hasta el final del poeta de mala fortuna Manuel Acuña, concluye así "Adiós a Monterrey": "Que entre naranjos y cañas, / Sin pompas falsas ni extrañas / Y con ángeles por grey, / Dios puso entre las montañas / Un nuevo Edén: ¡Monterrey!".
Dedicado "A mis amigos de Monterrey", Manuel José Othón despliega en "Las montañas épicas" un canto a la "prodigiosa arquitectura" bajo la cual "se guarecen palacios y cabañas": "¿Por qué muestra tan épica figura / esa enorme cadena de montañas? / Sus formas terroríficas y extrañas / sólo Dios modeló, no la ventura".
Celedonio Junco de la Vega gana en los Juegos Florales con "A la Ciudad de Monterrey", leído el 23 de septiembre de 1910 en el Teatro Independencia: "Tu mismo nombre tiene / de alteza y vigor sello y divisa: / se evoca al pronunciarlo, / del MONTE la actitud gallarda y rígida, / y de un REY de leyenda / la noble y dominante bizarría. / Y cumple al nombre tuyo el prodigioso / lauro de tus conquistas".
Con motivo del 350 aniversario de la fundación de la Ciudad, Leopoldo Naranjo dio lectura a "Nuestra Señora de Monterrey": "Ha tres siglos y medio vuestros lares / las montañas contemplan de este suelo, / testigos mudos de nuestros pesares, / de nuestro empuje, de nuestro desvelo".
Las montañas
En el recuento poético, las montañas predominan. Francisco de Paula Morales plasmó en "Cerro de la Silla" uno de los mejores: "Cuando asalta la aurora el horizonte / Al reino de la sombra haciendo guerra / No hay cumbre como tú, que el sol tramonte, / Más bella entre las cumbres de la sierra.
"¡No hay como tú, tan bello monte, / En todos los confines de la tierra! / De tu falda, a tu cúspide bifronte, / Toda la gama del color se encierra. // Azul, disuelto en niebla, en la mañana; / Violeta, si entre nubes te obscureces; / Verde esmeralda, en luminosas tardes // O teñido, al crepúsculo, de grana / Deslumbras, reverberas, incandesces, / Y en el incendio de las nubes, ardes".
Lo mismo hace Felipe Guerra Castro en "Mis montañas": "Aún oigo de mi vida en lo profundo, / vuestro inmenso rumor, montañas mías, / como el rumor de un mundo / que ensaya las etéreas armonías, / sintiéndose, al surgir grande y fecundo; / y aún soy, montañas mías, / un eco en los cantares / del viento en vuestros bosques seculares".
Otros poemas, soberbios, son "Mi madre, mi señora, mi maestra", de Nemesio García Naranjo, que inicia con el verso "No es Monterrey, rosal de invernadero", y Romance de Monterrey, de Alfonso Reyes, que dice: "Monterrey de las montañas, / tú que estás a la par del río; fábrica de la frontera, / y tan mi lugar nativo / que no sé cómo no añado / tu nombre en el nombre mío".
A él se le deben "Cerro de la Silla" (Romance a media voz) y, desde luego, Sol de Monterrey, en el que establece el destino del regiomontano: "Yo no conocí en mi infancia / sombra, sino resolana".
Las calles
Las calles de la Ciudad están presentes. Si Simón Guajardo escribió "Elegía de la Calle Galeana" y, en "Elegía de Monterrey", Horacio Salazar Ortiz hizo el recuento de las vías de su vida por las que "transita el Ángel Exterminador y el caballo de Atila", el poeta sin paradero Samuel Noyola nos dio uno de gran factura en Nocturno de la Calzada Madero.
Más allá de su fuerza y belleza, al leer estos poemas cabe preguntarse qué pasó con nuestro amor por Monterrey, ciudad a la que quizá ya no vemos con lo que estos poetas la contemplaban. Habrá que mirarla de nuevo, mejor, otra vez.
ALGUNOS POEMAS
"Triste y dolorido romance de Monterrey"
Guillermo Prieto (1818-1897)
¿Por qué levanto con osada mano
La losa sepulcral de mis recuerdos?
¿Por qué insensato el fuego de mis iras
Procaz lanzo en el polvo de los muertos?
¿Por qué rencor estéril, imprudente
Mis memorias estúpido paseo;
Si no se han de borrar nuestras vergüenzas,
Ni ha de ser nuestro el mutilado suelo?
¿Por qué si vencedores y vencidos
Hoy como hermanos marchan al progreso,
Unidos para el bien, y de sus patrias
Al porvenir de su ventura atentos?
¿Por qué? Porque á la historia Dios ordena
Que del pasado despedace el velo,
Que con su soplo mágico reviva
Y muestre palpitantes á los tiempos,
Dictándoles lecciones á los hombres,
Incólumes haciendo sus derechos,
Y llevando al crisol de la justicia
La ventura ó la ruina de los pueblos.
Hermosa Monterrey, de las montañas
Reina y de los misántropos desiertos,
Se acerca tu espantoso sacrificio,
A la fatalidad inclina el cuello.
Se escucha por los bosques de Cerralvo
Del injusto invasor el ronco estrépito,
Como se oye del fondo de la cueva
Salir del tigre el rebramar horrendo;
Cual del ameno valle en la hondonada
Los míseros labriegos ven inquietos
Descender en torrentes á las aguas
Para invadirlos de los altos cerros
Corren, construyen diques espantados,
En las fieras corrientes invadiendo
Sus campos y sus chozas, y se acogen
A las alturas y al excelso templo;
Así se fortifican previsores
Zuluaga y sus expertos ingenieros:
El mando tiene Ampudia, que á sus planes
No atina á dar ni forma ni concierto.
Aquí y allá las grandes eminencias
Coronadas con anchos parapetos,
Reforzados muros á las tropas
Ponen de los asaltos á cubierto;
Y convierte la ciencia en Ciudadela
Del Obispado el cerro gigantesco.
Ampudia con sus jefes distinguidos
Dentro la catedral ocupa el centro,
Cuando se anuncia Taylor furibundo
Circundándoles ráfagas de fuego.
Tú, Nájera valiente, con los tuyos
Impávido saliste á su encuentro
Y al morir escupiste con tu sangre
La frente vil del invasor soberbio.
La tremenda batalla se encarniza;
Se hacen vulgares los heroicos hechos,
Y hay en cada reducto mil hazañas
Dignas de los Romanos y los Griegos.
Dime, tú, que me escuchas, bravo Uraga
Moret insigne, díganlo tus huesos;
Y tú, que vives, y que fue tu aurora
Junto á Moret, el combatir sangriento,
Iniciando en los fastos de la Patria.
Con buril de oro el nombre de Escobedo.
En tanto entre las filas discurría
Como serpiente el monstruo de los celos
Explicando la ausencia de los jefes
O denunciando su rencor y miedo.
Terribles se suceden los combates:
Ampudia manda replegarse al centro;
Vagan decapitadas nuestras tropas,
Redobla el patriotismo sus esfuerzos,
En la plaza mayor noble matrona,
De honra dechado, de virtud espejo,
Alienta á los soldados valerosa,
Acude adonde más amaga el riesgo,
Allí eficaz auxilios generosos
Prodiga fiel, de patriotismo ejemplo.
¡Oh, Josefa Zozaya! ¿Por qué ingrato?
No te alza Monterrey un monumento?
Era un cuadro de horror: en los reductos,
Con furia ardiente se empeñaba el fuego
En combates aislados, sin los jefes
Que todo animan y le dan concierto;
La gente enloquecida discurría
Entre heridos, caballos y dispersos;
Las madres con sus niños en los brazos;
Trémulos y sin tino lo más viejos,
Entre gritos y lloros de los niños
Y gritos y blasfemias de los ebrios;
En tanto que ciertos generales,
De esos en la ciudad cides soberbios,
Ocultos en la torre de la iglesia
El desastre miraban en silencio.
En vano Ampudia con valor heroico,
Quiso impedir el mal ¡vanos esfuerzos!
La derrota imperaba poderosa,
Y era de la batalla el fin funesto.
Entonces ¡oh, vergüenza! ¡oh, doloroso
Terrible y humillante vilipendio!
Se pide al invasor con vil instancia
Y con blanca bandera parlamento.
Worth se acerca y tiránico se impone;
Taylor dijo, por fin capitulemos,
Se firman los tratados humillantes;
Y en medio de los gritos de despecho
Los heroicos soldados de la patria
De llanto de ira y de baldón cubiertos
Vieron alzarse el labarum de estrellas,
Nuestra bandera descender al suelo;
En odio rebosando nuestras almas,
Y con intensa envidia de los muertos.*
*Romance sobre la Batalla de Monterrey, Nuevo León (21-24 septiembre de 1846) durante la intervención estadounidense en México.
"Adiós a Monterrey"
Juan de Dios Peza (1852-1910)
Cuando cruzan peregrinas
el cielo las golondrinas
en bullicioso tropel
¿Verán las flores divinas
que tiene cada vergel?
¿Verán la rosa encarnada,
la gardenia delicada,
el lirio de hojas de tul
cuando surcan en bandada
del espacio el mar azul?
En su rápido aleteo
verán el fulgor febeo,
un ensueño, una ilusión,
verán esto que yo veo
en medio de este salón.
Un vergel de amor y calma
donde la virtud es palma
y eterno sol la honradez:
¡Un edén que anhela el alma
volver a verlo otra vez!
Bendiga Dios los primores
de aqueste jardín sin par,
do tienen alma las flores,
donde brillan los amores
sacrosantos del hogar.
¿Juzgáis que olvide algún día
esta mansión de alegría
dónde la ventura está?
¡Sí me dice el alma mía
que nunca la olvidará!
¿Qué pudiera en esta vez
deciros, en honra y prez
de esta tierra, mi laúd...?
¡Si yo adoro la honradez,
la franqueza y la virtud!
Si yo con el pecho lleno
de pesar y de veneno,
conservo viva la fe,
y he de dar culto a lo bueno
¡En dondequiera que esté!
Arcángeles de ternura
de bondad y de hermosura
que miro en mi derredor...
Miraros, es la ventura;
dejaros, es el dolor.
Bellas rosas sin espinas
vuestras gracias peregrinas
admiran con frenesí
las viajeras golondrinas.
Que han cruzado por aquí.
¿Qué dirán volviendo al nido
acerca de este florido
y sosegado vergel?
Que sólo dicha han sentido
cuando estuvieron en él.
Que entre naranjos y cañas,
sin pompas falsas ni extrañas
y con ángeles por grey,
¡Dios puso entre las montañas
un nuevo Edén ...¡MONTERREY!
Diciembre de 1889
Leída en el baile "Del Tivole Reinero" en Monterrey.
"Las montañas épicas
A mis amigos de Monterrey"
Manuel José Othón (1858-1906)
I
Cuando clarea o ya cuando atardece,
se destacan informes a lo lejos
cual una sombra azul, que a los reflejos
del crepúsculo gris se desvanece.
Mas un contorno gigantesco crece
festoneado por árboles añejos
que se erizan cual ásperos cadejos,
cuando el día triunfante resplandece.
Y en la noche, los áridos peñones,
las vértebras enormes del coloso,
sus empinados riscos y crestones,
semejan, en bosquejo tremebundo,
el esqueleto rígido y monstruoso
de un muerto sol pesando sobre el mundo.
II
Contempladas de cerca, repentino
asombro se apodera de la mente
y en los nervios y músculos se siente
circular el pavor de lo divino.
Ni el blando helecho ni el robusto encino
predominan en la áspera vertiente,
ni fulgura en las cumbres castamente
la blanca nieve del paisaje andino.
Sus arrugas de piedra, sus picachos
donde el hierro incrustóse en rojas vetas
y plantó el jaramago sus penachos,
aparecen cual hachas formidables,
titánicos puñales y saetas,
lanzas ingentes y ciclópeos sables.
III
¿Por qué muestra tan épica figura
esa enorme cadena de montañas?
Sus formas terroríficas y extrañas
sólo Dios modeló, no la ventura.
Bajo su prodigiosa arquitectura
se guarecen palacios y cabañas,
fructifican los trigos y las cañas
y el abundoso manantial murmura.
Y allá, sobre las cumbres de granito,
las águilas indianas siempre alertas,
bajo el dosel azul del infinito
guardando están de nuestro honor las puertas,
al ultraje cerradas y al delito,
a la esperanza y al amor abiertas.
Romance de Monterrey
Alfonso Reyes (1889-1959)
Monterrey de las montañas,
tú que estas a par del río;
fábrica de la frontera,
y tan mi lugar nativo
que no sé cómo no añado
tu nombre en el nombre mío:
pues sufres a descompás
lluvia y sol, calor y frío,
y mojados los inviernos
y resecos los estíos,
no sé cómo no te amañas
y elevas a Dios un grito,
por los pitos de tus fraguas
y de tu industria en los silbos,
por que te enmiende la plana
y te enderece el sentido,
diga a la naturaleza
que desande lo torcido ,
y te dé lluvia en verano
y sequedad con el frío.
Monterrey de las montañas
tu que estas a par del rio
que a veces te hace una sopa
y arrastra puentes consigo,
y te deja de manera
cuando se sale de tino
que hasta la Virgen del Roble
cuelga a secar el vestido;
Monterrey de los incendios
que, tostada en fuego vivo,
las rojas llagas te vendas
cada semana por filo,
no sé cómo no te amañas
y elevas a Dios un grito,
por los pitos de tus fraguas
y de tu industria en los silbos,
porque hable a los elementos
y te enderece el sentido,
y diga al fuego y al agua
que lleguen a un tiempo mismo,
para que el mal que te buscan
te lo cambien en servicio.
Monterrey, donde esto hicieres,
pues en tu valle he nacido,
desde aquí juro añadirme
tu nombre en el apellido.
Cerro de la Silla (Romance a media voz)
Alfonso Reyes (1889-1959)
Atlas soy de nueva hechura,
aunque de talla menor
y a lomos del alma cargo
otro fardo de valor.
Por mares y continentes
y de una en otra región
si no alzado entre los brazos
sí con la imaginación
llevo el Cerro de la Silla
en cifra y en abstracción:
medida de mis escalas,
escala en mi inspiración,
inspiración de mi ausencia
ausencia en que duermo yo:
ora lo escondan las nubes,
ora lo desnude el sol;
ya amanezca de mal ánimo
o tal vez de buen humor,
o entre las cambiantes luces
finja ser camaleón,
barómetro de los climas
y de las horas reló.
Por tanto que lo recuerdo
persisto siendo el que soy;
por él no me desparramo,
aunque sangre el corazón.
(!El corazón! Urna rota.
!Que juguete el corazón !
!Pobre jarrito rajado !
Cerro mío: te lo doy.)
Mexico 1941
Sol de Monterrey
Alfonso Reyes (1889-1959)
No cabe duda: de niño,
a mí me seguía el sol.
Andaba detrás de mí
como perrito faldero;
despeinado y dulce,
claro y amarillo:
ese sol con sueño
que sigue a los niños.
Saltaba de patio en patio,
se revolcaba en mi alcoba.
Aun creo que algunas veces
lo espantaban con la escoba.
Y a la mañana siguiente,
ya estaba otra vez conmigo,
despeinado y dulce,
claro y amarillo:
ese sol con sueño
que sigue a los niños.
(El fuego de mayo
me armó caballero:
yo era el niño andante,
y el sol, mi escudero.)
Todo el cielo era de añil;
Toda la casa, de oro.
¡Cuánto sol se me metía
por los ojos!
Mar adentro de la frente,
a donde quiera que voy,
aunque haya nubes cerradas,
¡oh cuánto me pesa el sol!
¡Oh cuánto me duele, adentro,
esa cisterna de sol
que viaja conmigo!
Yo no conocí en mi infancia
sombra, sino resolana.-
Cada ventana era sol,
cada cuarto era ventanas.
Los corredores tendían
arcos de luz por la casa.
En los árboles ardían
las ascuas de las naranjas,
y la huerta en lumbre viva
se doraba.
Los pavos reales eran
parientes del sol. La garza
empezaba a llamear
a cada paso que daba.
Y a mí el sol me desvestía,
para pegarse conmigo,
despeinado y dulce,
claro y amarillo:
ese sol con sueño
que sigue a los niños.
Cuando salí de mi casa
con mi bastón y mi hato,
le dije a mi corazón:
-¡Ya llevas sol para rato!-
Es tesoro - y no se acaba:
no se acaba - y lo gasto.
Traigo tanto sol adentro
Que ya tanto sol me cansa.-
Yo no conocí en mi infancia
Sombra, sino resolana.

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