OPINIÓN

MÉXICO MÁGICO / Catón EN EL NORTE

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"¡Queremos duraznos!". En la plaza de Comala aquel extraño mago callejero había hecho que sobre su pequeña mesa una charola vacía se llenara de pronto, como por milagro, de los variados frutos de la tierra. Pero entre ellos no había duraznos, y la gente empezó a retar al mago a que los trajera. "¿Cómo puedo hacer eso -decía el mago, pesaroso-. ¡No es tiempo de duraznos!". Y la gente, burlona: "Entonces no eres mago". Se diría que las burlas irritaron al misterioso personaje. Paseó una mirada penetrante por la gente, de modo que cada uno de los presentes sintió que era a él a quien miraba el hombre. Luego sacó de un cofrecillo una escala de cuerda que arrojó hacia arriba. Ante el asombro de todos la escala empezó a subir como una sierpe hasta que se perdió entre las nubes. En seguida el hombre hizo que un niño, cuya madre ni siquiera acertó a detenerlo, subiera por la escala. "Encontrarás duraznos en el cielo -le dijo-. Córtalos y échalos acá". Así fue. De pronto la gente vio, maravillada, que empezaban a caer duraznos de lo alto. Entre admirados y temerosos los lugareños empezaron a recoger la fruta, y a probarla. ¡Qué rica estaba! Tenía sabor de cielo. Las mujeres llenaron sus rebozos, los hombres sus sombreros, con aquellos duraznos venidos como del edén. Mas de repente sucedió algo espantoso. Cayó a los pies del mago una cabeza lívida. La levantó: era la del niño. Su madre lanzó un alarido de terror. Luego cayó el torso del pequeño, desmembrado. Del cuello salía un largo surtidor de sangre que los mojaba a todos. Cayeron después las manos y los brazos, las piernas y los pies. La muchedumbre quedó muda de espanto, sin movimiento ni siquiera para escapar de ahí. La infeliz madre gritaba como poseída, se arrancaba los cabellos, trataba de juntar los cercenados miembros de su hijo. "¡Qué gran desgracia! -dijo el mago meneando la cabeza-. Y yo tengo la culpa: se me olvidó darle dinero al chamaco para que pagara los duraznos. Seguramente San Miguel Arcángel, guardián del Paraíso, castigó con su espada el robo cometido por esta pobre criatura". Todos estaban en silencio, inmóviles. Habló entonces el mago, conmovido: "Tengamos piedad, amigos comalenses, de la desgracia de esta desventurada madre. Hagamos una colecta para comprar la cajita de este pobre niño, y que pueda tener al menos un lugarcito para dormiren el panteón". Y empezó a pasar su sombrero entre la gente. Todos dieron su aportación con generosidad. En aquel tiempo en que los jornaleros ganaban 25 centavos diarios, el que menos dio fue un peso. El Padre Antonio V. Campero, cura párroco de Comala -lo fue por casi 20 años, de 1890 a 1909-, entregó 5 pesos. Pasaron unos minutos, y súbitamente la multitud salió de aquel profundo trance. El mago ya no estaba ahí. Tampoco estaban la dolorida madre y su despedazado hijo. Pero en el suelo había duraznos. Y no era tiempo de duraznos. Nadie volvió a ver al mago. Y nadie nunca quiso volver a verlo.