OPINIÓN

Si lo mató fue el doctor...

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN EL NORTE

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Meche Salazar, prima de Miramón, acudió a buscarlo en su alojamiento cuando supo que el general estaba herido. Ahí fue informada de que Miguel estaba en la casa del doctor Licea, quien lo atendía ya del balazo que había recibido en la cara.

Voló la señora al domicilio del médico. Los criados la llevaron a la habitación donde el doctor estaba haciendo las curaciones al herido. Cuando ella entró en el cuarto notó que el médico se turbaba visiblemente.

-El herido está muy grave -dijo a Mercedes-. Por favor, vaya a su casa y traiga vendas.

La prima de Miramón tuvo un oscuro presentimiento que de inmediato se le volvió sospecha. Miguel tenía ya un buen tiempo en la casa del doctor. ¿Acaso éste no tenía vendas, ni modo de hacerlas con la urgencia que el caso requería? No le cupo ninguna duda a la señora: lo que el médico pretendía era alejarla de ahí. 

No salió de la casa Mercedes. Sin ser vista por nadie entró en la habitación contigua y cerró la puerta por dentro. Se levantó la falda del vestido, se quitó una de las varias enaguas que las señoras de entonces usaban y rasgando la tela hizo con ella varias vendas. En esa tarea estaba cuando escuchó voces en el cuarto vecino. Había entrado un hombre. El doctor le dijo en voz baja, pero que ella alcanzó a oir muy bien a través de la cerradura de la puerta:

-Vaya usted con el general Escobedo y avísele que Miramón está herido en mi casa.

Ella se precipitó hacia donde estaba su primo, pero fue detenida por unos criados que obedecieron la orden de Licea. Pasaron menos de 10 minutos y llegó un piquete de soldados juaristas mandados por un joven capitán apellidado Segura.

Sin vacilar se dirigieron los recién llegados a la habitación en la que se hallaba Miramón. Este yacía en una cama.

-¿Quién es usted? -preguntó Segura al herido sin más ni más-.

Este se irguió penosamente en el lecho y respondió con voz que quiso ser clara y firme:

-Soy el general Miguel Miramón.

Al oir aquello el oficial hizo con respeto el saludo militar.

-Es usted nuestro prisionero, general -dijo a Miramón-. Pero sepa que en nada se le molestará, y que mientras su salud no se restablezca nadie lo sacará de aquí.

Miramón musitó unas palabras de agradecimiento y volvió a reclinarse en la cama. Había perdido mucha sangre; se hallaba en un gran extremo de debilidad.

Ese mismo día fue a verlo don Joaquín Corral. Miramón no lo conocía, pero don Joaquín le informó que era tío de Conchita, su esposa. Venía a ponerse a su disposición para servirlo en lo que pudiera.

-Don Joaquín -le pidió penosamente Miramón-. Sé que voy a morir en el cadalso. Deme usted su palabra de caballero de que me acompañará al patíbulo y cuidará de que mi cadáver no sea profanado.

-Cuente usted con eso, general -respondió conmovido el señor Corral-.