COLABORADOR INVITADO / José Antonio Aguilar Rivera EN EL NORTE
28 septiembre 2020
¿Qué se perdería con la extinción de los fideicomisos públicos que el gobierno en turno se empeña en desaparecer contra viento y marea? La pregunta no es sencilla, pues la mayoría de las personas ignoran qué son y para qué sirven estos fideicomisos. Sin embargo, alguna importancia deben tener, pues por tercera ocasión en este año los diputados discuten su futuro y cada vez una multitud de voces de academias, científicos e instituciones se han alzado para defender su existencia. En el caso de los centros públicos de investigación, los fideicomisos de ciencia y tecnología son el producto de recursos autogenerados, proyectos externos y donaciones de terceros. No hay ahí dinero de los contribuyentes. No le cuestan al erario un centavo; por el contrario, ayudan a solventar los magros presupuestos que los centros reciben del gobierno federal. Con los fideicomisos se otorgan becas a estudiantes, se financian proyectos de investigación multianuales, se compran libros y se hace posible la labor científica de largo aliento. En algunos casos los fidecomisos son vitales para la supervivencia material de las instituciones. Todos tienen estrictas reglas de operación y están sujetos a la fiscalización de la Secretaría de la Función Pública y de la Auditoría Superior de la Federación, por lo tanto, son transparentes y auditables. Su desaparición, una especie de confiscación, causaría un daño probablemente irreparable, no sólo a esos centros sino al país. En su conjunto los centros públicos constituyen la segunda fuerza en generación de conocimiento en ciencias básicas, sociales y desarrollo tecnológico, sólo detrás de la UNAM.
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