OPINIÓN

Ante la muerte.

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN EL NORTE

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Con su breviario en una mano, y en la otra un crucifijo de marfil, salió Hidalgo de su habitación en el Real Hospital de Chihuahua. No parecía que iba a morir, sino a tomar el sol de la mañana. Su serenidad admiró a unos, a otros los indignó. Francisco José de Jáuregui, que presenció el fusilamiento, describió en una carta la conducta de Hidalgo el día anterior al de su muerte y en el momento de su ejecución:

"Permaneció con una serenidad tan desvergonzada que escandalizó a todos los concurrentes... y escuchó la sentencia capital también con excesiva indiferencia, sin hacerle impresión alguna... Entró platicando y pidiendo permiso para ir a la sacristía y chupar (es decir, fumar). Luego almorzó perfectamente, comió y cenó con la misma apetencia; todo el día se llevó hablando de cosas indiferentes, durmió bien anoche, se desayunó con ganas, y con muy pocas trazas de arrepentimiento le quitaron la vida en lo privado a las 7 de la mañana".

No era desvergüenza, era paz interior la fuente de la serenidad de Hidalgo. No iba a la muerte entre congojas de miedo, ni tampoco llegaba al cadalso con alardes de mártir o caudillo. Llegaba casi con alegría, como quien arriba a un deseado fin. Hasta bromeó en los umbrales de la tumba. Cuando en el desayuno le sirvieron muy poca leche para su chocolate, con buen humor reprendió al que se la trajo, y le dijo sonriendo que no porque dentro de unos minutos lo iban a fusilar debían darle menos ración que la acostumbrada. 

Terminado el desayuno, que consumió con muy buen apetito, se levantó calmosamente de la mesa y después de limpiarse la boca con una servilleta dijo a sus custodios que estaba a su disposición. Lo colocaron entre los soldados que lo llevarían al sitio del fusilamiento. Comandaba el pelotón un militar que se llamaba Pedro Armendáriz. Si el nombre llama la atención, más aún sorprende este otro dato: años después, al triunfo de la Independencia, se formará en Chihuahua un "Club de Amigos de Hidalgo". ¿Quién fue su fundador y presidente? Pedro Armendáriz, el mismo que lo fusiló.

Caminaba Hidalgo hacia el patio trasero del Hospital, donde sería la ejecución, cuando recordó que había dejado bajo su almohada los dulces que Huaspe le había regalado. Pidió permiso para regresar por ellos, los recogió y los repartió entre los doce soldados que lo iban a fusilar, que los recibieron con manos temblorosas. No se tenía memoria ahí de un sacerdote que hubiera muerto ejecutado. Las personas de los sacerdotes eran sagradas, y cometía sacrilegio quien levantaba la mano contra uno de ellos. Los soldados no iban a levantar la mano, sino el fusil en contra de aquel ministro del Señor. Y así, se veían azorados, temblorosos, llenos de vacilaciones en aquella hora fatal.

Llegados que fueron soldados y reo al paredón, Armendáriz ordenó a Hidalgo que se sentara en un banquillo, de espaldas al pelotón de fusilamiento. Tal era la muerte que se deparaba a los traidores. Poca cosa les parecía a los enemigos del antiguo cura de Dolores esa infamante forma de matarlo. Rafael Bracho dijo en su dictamen contra Hidalgo: "¿Cuál pena será capaz de acallar los gritos lastimosos de un reino ofendido con tanto número de execrables delitos? ¿La vindicta pública quedará satisfecha con la simple muerte de tan monstruoso reo? ¡Me parece que aun no será bastante destrozar su cuerpo atándolo a la cola de cuatro brutos, y sacarle el corazón por las espaldas!". Brutos había -y eso sin contar a Bracho- para dar a Hidalgo tal género de muerte. Pero era Hidalgo sacerdote, y por lo tanto y a pesar de todo había que guardarle al menos ciertas consideraciones. El garrote vil, según ya vimos, no se podía usar: no había en Chihuahua verdugos diestros en ese género de tormento, consistente en un aro de hierro que aprieta y rompe el cuello del ejecutado cuando el verdugo da vueltas a un palo. Generosamente, pues, Hidalgo fue condenado a morir por fusilamiento. Y otra deferencia se le tuvo: como sus manos y su cabeza estaban ungidas con el sagrado crisma, los soldados recibieron orden de no dispararle en ellas. Don Jesús Amaya, en su importante libro "Hidalgo y los Suyos", recoge la fotografía de un cráneo que se asegura es el de don Miguel Hidalgo, depositado en la columna de la Independencia. Ese cráneo muestra un orificio de bala.

Hidalgo se negó a ocupar el banquillo reservado a los traidores. Ante su determinación, Armendáriz le otorgó morir dando el frente al pelotón. Con unas cuerdas le ataron los pies y luego le vendaron los ojos. Armendáriz levantó su sable y se dispuso a dar las órdenes de la ejecución.