OPINIÓN

Hierba mágica

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN EL NORTE

3 MIN 30 SEG

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Yerberías o herbolerías, que de los dos modos se llaman, ha habido muchas en mi ciudad, Saltillo. Entre las más famosas estuvo la de don Eduwiges, el del Ojo de Agua. Zaurino, le decían las gentes, adaptando al modo popular la palabra "zahorí", que quiere decir adivinador. Le atribuían virtudes inefables, prodigiosas facultades sobrenaturales. Decían que podía leer en el futuro como en un libro abierto, y que el pasado de los hombres -y el de las mujeres, que a veces es más complicado- no tenía ningún misterio para él. Pero no era brujo don Eduwiges, no, qué va. Tan buen católico él, tan devoto de San Juan Nepomuceno el del recio templo de los padres jesuitas. Era yerbero, o séase herbolario. Conocía las potencias ocultas que residen en las hojas de las plantas, en su raíz profunda, en su corteza y en sus frutos. Sabía cuál hierba sirve para quitar hoguíos, con cuál se curan los teleles, cuál otra era buena para prevenir patatuces y soponcios. Administraba sus hierbas con parsimonia de sabio protomédico, y ni siquiera se sonreía cuando en voz baja, para que nadie los oyera, los señores de edad madura le pedían la hierba garañona, capaz de devolverle el ánimo al más desanimado. Cierto día llegó con don Eduwiges una muchacha. Iba llorosa y afligida. Le contó que era recién casada, y que sufría porque su matrimonio se estaba yendo a pique. El marido le había salido discutidor, pleitista. Por quítame allá esas pajas, o por menos, la reñía, le gritaba recios dicterios maldicientes. Y ella no se quedaba atrás, ah no, señor. También ella le respondía, porque no era nada dejada, según decía con cierto orgullo. Y así se trababa el combate, y los dos se hacían -y deshacían- de palabras, y aquello se volvía el campo de Agramante, un nuevo rosario de Amozoc. Había, claro, reconciliaciones -los recién casados tienen mucho con que hacerlas-, pero a poco surgía algún otro casus belli, y las hostilidades volvían a trabarse, y aquello era como dicen, el cuento de nunca acabar. Pero ella amaba a su marido, reconocía llorosa la muchacha, y por eso había ido con don Eduwiges, para saber si no tenía por casualidad alguna hierbita milagrosa que sirviera para evitar los pleitos entre esposos. Sí la tenía don Eduwiges. Y no por casualidad, sino porque la había buscado, primero en páginas de libros, y luego por la ladera de los montes, igual que las buscó en su tiempo fray Lorenzo, el de Romeo y Julieta. Abrió, cauteloso, un cajón y sacó de él un cucurucho con hojitas de color verde olivo. Le dijo a la muchacha que debería hervirlas. Ya frío el cocimiento, lo dejaría reposar en un jarrito. Y cuando su marido le dijera una palabra fuerte, le bastaría a ella darle un trago a aquella benéfica poción para evitar el pleito. "¿Grande el trago, o chico?" -preguntó ansiosa la muchacha. "Grande o chico, es igual -respondió don Eduwiges-. Lo importante es que no te lo pases. Déjatelo en la boca. Con eso se acabarán los pleitos". Y se acabaron, claro. Para pelear se necesitan dos, y a las voces de furia del marido la muchacha no respondía ya. Estaba ocupada en retener en la boca el trago de la mágica hierba prodigiosa. Viendo el manso silencio de su mujer el marido se avergonzaba de los excesos de su cólera, y correspondía a aquella suave mansedumbre con palabras igualmente sosegadas. Así, la conyugal tormenta se disipaba en una dulce lluvia de amorosos conceptos y caricias. No se cansaba después la muchacha de dar las gracias a don Eduwiges por la eficaz virtud de la hierbita que le había recetado. Don Eduwiges nomás se sonreía con aquella sonrisa suya de entre dientes, y no decía nada... FIN.