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LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN EL NORTE

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Vivía en Santa Fe de Nuevo México don Pedro Armendáriz cuando escribió una carta fechada el "17 de Febrero de 1822, Año Segundo de la Independencia". Dicha carta, publicada por "La Abeja Poblana" es quizá el testimonio más creíble de los últimos momentos en las vidas de los primeros próceres de la Independencia, y por eso interesa su lectura.

"Muy señor mío -decía Armendáriz al impresor de aquel periódico-: Es demasiado el cariño que tengo a usted en consecuencia a que lo reconozco por un completo independiente. Y llevado del cariño, y de lo justo, me ha parecido acertado darle la noticia siguiente, que puede ser ignore. El año de ochocientos once, me hallaba en Chihuahua de Ayudante de Plaza del señor Comandante General Salcedo; mi empleo era Teniente de presidio, Comandante del Segundo Escuadrón de Caballería de reserva y Vocal de la Junta de Guerra. Como tal sentencié entre otros a muerte a los señores Cura Don Miguel Hidalgo y Costilla, Don Ignacio Allende, Don Juan Aldama, Jiménez y Santamaría; fui el testigo de vista más inmediato de sus muertes, con motivo a que a mi cuidado se fiaron en capilla, hasta que como principal verdugo los hacía pasar por las armas".

Antes leímos la narración que hizo Armendáriz del fusilamiento del padre Hidalgo. Leamos ahora lo que contó acerca de las muertes de los demás caudillos:

"Los otros cuatro señores nombrados (Allende, Aldama, Jiménez y Santamaría) murieron antes que el señor Cura; fueron encapillados juntos en la misma Capilla, y a mi cuidado estuvieron en ella veinticuatro horas. Luego se condujeron atados de los molleros con los portafusiles hasta la plazuela que queda a espaldas del Hospital dicho, en donde estaban los banquillos esperándolos. Llegaron al frente de ellos según les había de tocar. El señor Allende, luego que enfrentó al que debía ocupar, volvió la cara al campo, se levantó la venda que le cubría los ojos, estuvo mirando toda la gente, se volvió a cubrir la vista y se dirigió al banquillo, en donde por sí se sentó. Los otros tres fueron sentados y todos atados a los palos de los molleros con los portafusiles. A una par se les descargaron a cada uno cuatro tiros por la espalda, y fueron suficientes para que con igualdad murieran. A poco se quitaron de los banquillos, se fueron tendiendo allí sobre una mesa, excepto Santamaría, les quitaron las cabezas, que después se salaron, y sus cuerpos se sepultaron en el camposanto, remitiendo con la cabeza del señor Cura Hidalgo las otras a Guanajuato".

Armendáriz señala en su relato que los cuatro caudillos se prepararon bien como católicos para morir, y que se confesaron "en muchas ocasiones". Su resignación y entereza, dice, admiraron a todos, especialmente durante la víspera de su ejecución. "Cuando ya fueron encapillados, en las veinticuatro horas que duraron en ella fueron exhortados por ellos mismos, en ratos en latín y en otros en castellano. Tomaba la palabra uno, y así que se cansaba la tomaba otro, y así sucesivamente las veinticuatro horas, excepto el señor Allende, que aun allí lo trataban los otros con el mayor respeto".

Armendáriz da un dato poco conocido que hace pensar que Allende no tuvo como militar la misma sosegada resignación que como sacerdote tuvo Hidalgo. Ya hemos visto que, ofendido por el despótico trato que le daba el juez Abella, rompió las esposas que le ceñían las manos, se lanzó contra él y con la cadena colgante le propinó un tremendo golpe. Otro suceso importante nos revela Armendáriz, perteneciente a los últimos días de don Ignacio Allende: "Este último murió defendiendo por justa la Independencia, en términos que antes, cuando se le tomaba su declaración, viéndose tan apretado por el fiscal se vio en la necesidad, para su defensa, de tomar la cortaplumas de sobre la mesa y se tiró tres cortadas al vientre que no le rompieron el cuero".

Un detalle conmovedor resalta en la narración que hace Armendáriz y que da nuevas muestras del admirable carácter de don Mariano Jiménez. Dice de él don Pedro: "Jiménez sólo encargaba a su mujer y a su hijito". Por su parte, cuenta aquel testigo, Santamaría se fingió loco por ver si de ese modo lograba salvar la vida, pero al parecer su captores no se tragaron el embuste, o no eran muy buenas las dotes histriónicas de aquel pobre que señor. Cuando supo Santamaría que no habían comulgado los realistas con la rueda de molino de su mentida locura, volvió a ser el que antes era y se portó -dice Armendáriz- de tal modo que "'después fue admirable su resignación y disposición".

Terminó su carta don Pedro Armendáriz suplicando al redactor de "La Abeja Poblana" que hiciera lo posible para conseguir que se erigiera un monumento a aquellos a quienes él había fusilado. ¡Ah, qué don Pedro!