OPINIÓN

¿Quién es aquel anciano?

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN EL NORTE

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¿Quién es aquel anciano débil, agotado por la edad y los quebrantos de la vida, que preside la sesión en que se está jurando la Constitución de 1857? Es don Valentín Gómez Farías, formidable liberal, el hombre a quien sus enemigos llamaban "Gómez Furias" por la rabiosa vehemencia de sus opiniones anticlericales.

Se ha salido al fin con la suya don Valentín. Durante muchos años luchó por la causa del federalismo y de todo aquello que da forma a la república. Sus ideas las tomó de las instituciones norteamericanos. Fue fanático partidario de ellas, tanto que se le llegó a acusar -posiblemente con razón- de que no hubiera visto con malos ojos que México hubiese pasado a ser -igual que Texas- una parte más de la Unión Americana. En 1833 Gómez Farías gobernó junto con Santa Anna. Fue su vicepresidente, pero como don Antonio se la pasaba siempre en fiestas y en bureos, criando sus gallos de pelea y haciéndolos pelear en el palenque de San Agustín de las Cuevas, ahora Tlalpan, fue don Valentín el que realmente gobernó. Fue entonces cuando puso en vigor su famosa "primera reforma", en la que emitió decretos que escandalizaron a la población de México, pues iban encaminados todos a quitarle a la Iglesia Católica sus preeminencias.

Por sus ideas fue perseguido Gómez Farías. Sufrió cárcel y destierros. Ahora, aquella mañana del jueves 5 de febrero, recogía la cosecha de su afán. Sus compañeros del partido liberal "puro" lo ven como a un padre. Más: como a una especie de santo laico al que se debían honores y homenajes. Cuatro diputados, Guillermo Prieto entre ellos, le ayudan a bajar de su sitial y lo llevan casi cargándolo a la mesa donde está el ejemplar de la nueva Constitución. Cuando en ella estampa su firma don Valentín reina un profundo silencio. Al terminar todos los diputados se ponen en pie y le tributan una ovación que parece no acabará jamás.

En enero, al comenzar el período de sesiones, Gómez Farías había sido electo por aclamación -es decir, sin necesidad de contar los votos- presidente del Congreso. Al momento de jurar la Constitución puso la mano sobre los Evangelios y juró guardar y hacer guardar la nueva ley máxima. Luego, con voz clara y sonora a pesar de sus años y sus debilidades, pidió que la comisión nombrada para el efecto fuera a avisar a don Ignacio Comonfort, presidente de la República, que era llegado el momento de que él también jurara la Constitución.

Llegó Comonfort al recinto del Congreso y fue recibido con los aplausos de unos y el abucheo de otros. Los más de los diputados, casi todos ellos extremados liberales, lo saludaron con palmas tibias, pues el partido radical empezaba a ver en Comonfort a un reaccionario que no participaba del todo en las reformas que los puros perseguían. Leyó Comonfort un discurso que a los liberales les pareció "agridulce". Por un lado, celebraba la promulgación del nuevo código; por el otro, expresaba reticencias sobre su aplicación. Contestó ese discurso el presidente del Congreso, don León Guzmán, quien anunció una especie de Utopía: como resultado de la Constitución se acabarían todos los males de la patria y México se convertiría en el mejor de los mundos posibles. Por desgracia el pesimismo de don Ignacio resultó más fundado que el loco optimismo de don León.