OPINIÓN

La sal desvirtuada

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN EL NORTE

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Muchos errores ha cometido la Iglesia Católica de México a lo largo de la historia del país. Uno de los mayores lo cometió en aquel año de 1857, cuando se promulgó la nueva Constitución.

Los preceptos de ese código político eran bastante moderados. No prosperaron las tendencias radicales del partido extremo, el de los "puros" o "rojos". Don Melchor Ocampo, uno de los caudillos de este bando, se desesperaba por la que consideraba tibieza de los diputados. Apegados a la fe de sus mayores, éstos iniciaron la Carta Magna invocando el nombre de Dios. A los jerarcas de la Iglesia, sin embargo, la Constitución les pareció una ley que atentaba gravemente contra la religión católica. Y es que los señores eclesiásticos no toleraban que se les tocara la más pequeña de sus inmunidades. 

Inició el clero una ruda embestida contra la Constitución. Todavía en nuestro siglo los historiadores católicos seguían diciendo pestes de ella. Escribió uno: "... Si bien la Constitución de 1857 hacía mención en su prólogo del nombre de Dios, puede todavía llamarse una Constitución apóstata de la religión católica por el solo hecho de haber omitido el artículo donde dijese que la Nación profesaba esa religión como única y verdadera... Nosotros creemos que la religión, como la verdad, no puede ser más que una; negarle a la religión la unicidad es negarle la verdad, y por ende apostatar de ella...". Es decir, en opinión de este escritor (el padre Mariano Cuevas) los constituyentes de 1857 eran apóstatas porque no pusieron en la Constitución que la única religión que los mexicanos podían profesar era la católica.

En abril 8 de ese año don Clemente de Jesús Munguía, obispo de Michoacán, envió una larga " representación al Supremo Gobierno protestando contra varios artículos de la Constitución Federal, manifestando las razones que tuvo para declarar no ser lícito jurarla, y suplicando sean restituidos a sus destinos los empleados destituidos por no haber prestado el juramento...".

Su Ilustrísima era muy dado a enviar esas "representaciones". No tenía, por desgracia, el don de la concisión: en sus escritos citaba a todos los Padres de la Iglesia, a los cuatro Evangelistas, a los Doctores sin dejar ninguno. Los pobres ministros del Gobierno en quienes recaía la tarea de responder a esos ocursos tenían que chuparse toda la doctrina, el Derecho Canónico y las leyes todas desde Justiniano para poder dar respuesta a Su Excelencia. Largamente meneó la pluma don Clemente para oponerse a la Constitución, que contenía, dijo, "... varios artículos manifiestamente opuestos a los derechos de la Santa Iglesia, (por lo que) el jurarla hubiera sido una manifiesta infracción del segundo precepto del Decálogo...". Se quejaba el obispo de que la Constitución no dijese cuál era la religión del Estado; protestaba porque en ella se permitirá a los ciudadanos profesar la religión que quisieran; denunciaba la libertad de enseñanza y la de prensa como graves atentados contra la integridad de la fe. Luego reprobaba el hecho de que la Constitución eliminase las inmunidades y prerrogativas de que hasta entonces había gozado el clero. Pero donde más alto ponía el grito el señor Munguía era al calificar el artículo 27, que prohibía a las iglesias adquirir bienes raíces. Esto constituía, en su opinión, un despojo criminal. Terminaba diciendo el señor obispo de Michoacán que "... la resistencia y negativa para prestarle (juramento a la Constitución) no solamente no es ni puede ser ofensiva a los derechos de la ley y a los respetos del Gobierno, sino que es un proceder justo, santo y meritorio...".