OPINIÓN

Nubes de tempestad

LA OTRA HISTORIA DE MÉXICO / Catón EN EL NORTE

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¡Qué posición tan dura, qué actitud tan radical asumió la Iglesia Católica para defender sus privilegios en aquel año de 1857! Bien puede decirse que su postura fue la que causó aquellas guerras de Reforma que tanta sangre costaron al país y que trajeron consigo un cambio total en la historia de México.

Llegó don Ezequiel Montes a Roma, enviado por el presidente Comonfort para explicar al Papa los acontecimientos que sucedían en nuestra nación. No pudo hablar con él. Pío Nono había ya tomado partido, tenía formada una opinión acerca de los asuntos mexicanos. Tomó como base las informaciones que le dio el obispo de Puebla, don Antonio Pelagio de Labastida y Dávalos, desterrado de México a raíz de su vigorosa oposición a la confiscación de bienes de las Iglesia. Don Pelagio trasmitió al Papa la imagen de un gobierno apóstata que un día sí y el otro también dictaba leyes contra la Iglesia. 

Así, al llegar don Ezequiel a Roma fue visto como el representante de un poder despótico que atacaba la religión y que mañosamente enviaba un mensajero al Vaticano para evitar la justa reacción del Papado ante los agravios que la Iglesia sufría en México. El 15 de diciembre de 1856, en un consistorio secreto, el Papa habló al Colegio de Cardenales de los sucesos mexicanos. Les dijo cómo desde 1855 se había desatado una persecución contra la Iglesia. Su alocución, dijo don Fortino Hipólito Vera, que se dedicó a coleccionar documentos eclesiásticos relativos a la historia de México, fue un "verdadero ariete revolucionario". Es decir, el Papa convocó prácticamente a hacer una revolución en nuestro país. 

Ya en la República se cernían nubes de tempestad sobre la paz. En su testamento político don Ignacio Comonfort describió esas horas difíciles:

"... Este paso (la promulgación de la Constitución del 57) fue la señal de nuevas turbulencias y de nuevas luchas. Los obispos protestaron contra la Constitución, prohibieron a los fieles jurarla, y lanzaron excomuniones contra los que lo hicieran. Las puertas de los templos se cerraron para el gobierno en la Capital, y en otros muchos puntos para las autoridades. La propaganda reaccionaria cundió desde el santuario hasta el hogar doméstico, se derramó por calles y plazas, y fue a reforzar las filas casi exánimes de la rebelión que vagaba por los campos. Aquella reacción que había sido vencida en todos los terrenos y en todos los combates anteriores vio abierto un nuevo palenque en qué combatir, y se encontró armada con armas nuevas, habiendo logrado su objeto de convertir definitivamente la cuestión política en cuestión religiosa...".

Tenía razón don Ignacio. La Iglesia convocó a una especie de "guerra santa". Sus prelados decían a los fieles que las leyes del gobierno, especialmente la Constitución, atentaban contra Dios, contra su fe y su religión, cuando no hacían otra cosa las leyes que limitar los excesivos privilegios del clero.

Llegó la cuaresma de 1857. Las celebraciones de la Semana Santa eran uno de los puntos culminantes de la intensa vida religiosa que en aquellos tiempos vivía la población del país, y muy especialmente los habitantes de la ciudad de México. Así, aquellos días "santos" fueron ocasión propicia para que empezaran a tomar posiciones los dos gigantes que se iban a enfrentar: la Iglesia y el Estado. En el próximo capítulo veremos lo que sucedió en aquella cuaresma crucial.